domingo, 8 de noviembre de 2015

¿Quién teme al lobo feroz?

Hacen falta lobos para que nos podamos vestir de corderos. Para que colocarse una capa roja y pasear por un bosque que sabes que está poblado por depredadores que se preguntan cual será el menú del día no sea un atentado evidente contra el sentido común, una soberana falta de buen juicio.

Porque sabes que tu abuela enferma te está esperando y se muere por probar lo que sea que haya preparado tu madre, y el servicio de mensajería va fatal así que tienes que ir tú o la comida se pondrá mala. Pero por favor, ¿qué clase de madre envía a su hija a un bosque como ese? Que alguien avise a los servicios sociales, que esto en mi pueblo se llama negligencia parental y de las gordas.

Así que vamos a descontar el cuento.
Hagamos magia.

Pongamos por caso que Caperucita se pierde, nunca llega a saber qué orejas tan grandes tiene el lobo, ni los ojos, ni ninguna otra parte de su anatomía. Pongamos que Caperucita, en un alarde de rebeldía adolescente, pubertad en ristre, está haciendo cola para ver en concierto a su grupo favorito.

Y la Abuelita está en Benidorm con el imserso viviendo una segunda y desenfrenada juventud, convirtiéndose en el terror de los buffets libres. Guiñándole un ojo catarático a aquel octogenario de la esquina.

Mientras los leñadores han decidido darse alegremente al turismo rural y bucólico.

Y el gran lobo feroz solo quiere charlar con alguien porque se siente solo, porque desde hace un tiempo la carne humana no termina de llenarle.
Porque el gran lobo feroz, en el fondo, es un trocito de pan.

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