Aquél sótano apestaba a
ilegalidad y malas intenciones en cada centímetro de su sucia arquitectura, en
cada mota de polvo (que se contaban a millares y también apestaban), en cada
póster viejo de mujeres ligeras de ropa que seguramente ya estarían muertas, y
en cada tabla del suelo chirriante. Era, como decía Stephen, un sótano con
encanto, un clásico, casi una institución.
Molly, por supuesto, tenía otros
muchos adjetivos con los que describir aquel lugar, y ninguno era agradable.
Empezaba, en su cabeza, con una llamadita al Ministerio de Sanidad para que
limpiara a fondo aquel sitio, empezando por su dueño, que parecía creer que el
aspecto mugriento no solo debía ser cosa del lugar, también debía extenderse a su propietario.
Y Colm… Bueno. Colm se limitaba a
esperar pacientemente detrás de la silla de Molly, esforzándose en parecer todo
lo estoico y regio que podía, que era lo que mejor se le daba.
-¿Tu perro faldero no piensa
abrir la boca durante toda la reunión?
Molly frunció el ceño de una
manera que podría haber partido en dos la corteza continental de la Tierra.
-No es mi perro faldero.
-Ya veo que no has negado lo de
que no piensa decir palabra, esta será una noche muy larga.- masculló Stephen.
Los miró a sus anchas, sin hacer
cola, sin pedir entrada. Molly y Colm eran… decepcionantes. Sí, esa era la
palabra correcta, el sentimiento acertado. Decepción. Oscura, líquida y
desesperante decepción. La palabra decepción tenía un regusto amargo que hacía
pensar en el padre de uno negando muy lentamente con la cabeza, en Mufasa
diciendo: “Simba, me has decepcionado”. Y aquello dolía más que una herida.
Daban ganas de echarse llorar.
Había escuchado tantas cosas de
ellos, tantas cosas imposibles que, por fuerza, por su retorcido sentido de la
lógica, solo podían ser verdad. Por los bajos fondos se decía que habían
colaborado con el Gobierno para detener a aquel fanático del orden que se
empeñaba en decir que todo estaba mal, que la vida debía clasificarse por
colores y formas: los guapos con los guapos, los feos con los feos, los del
montón… los del montón siempre habían sido unos incomprendidos. Pero no solo
eso, también estaba aquel asuntillo que solo podía decirse entre susurros
porque cualquier otro tono de voz habría provocado mucha sangre. Mucho miedo. Demasiados
malos recuerdos. Lo habría encharcado todo de lágrimas.
Los esclavos.
Dicho siempre con boca pequeñita, casi diminuta, casi
sin dejar salir la palabra.
Stephen había escuchado, gracias
a su aspecto básicamente inofensivo y a una sonrisa canallesca que esperaba
heredaran sus hijos o cualquier descendiente suyo, que el mismísimo Colm, la
sombra de Molly la Miedosa, había sido uno de ellos. Un esclavo. Uno de los
sucios secretitos del Gobierno.
Y, por desgracia, parecían de lo
más vulgares. Ni una cicatriz a la vista, ni la excusa de un ojo morado. Nada. Observó
cómo Colm se enredaba un mechón rubio del cabello de Molly en el dedo y cómo
ella se recostaba en la silla, facilitándole el acceso y dándole poder sobre su
capilaridad.
Hizo esfuerzos por no vomitar.
-Bien, chicos, como ya estamos
todos y no quiero que nos desmelenemos más de lo que ya lo hemos hecho...
Negociemos.
Hablemos de miedo.
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