miércoles, 11 de noviembre de 2015

"No one ever told me that grief felt so like fear."

Aquél sótano apestaba a ilegalidad y malas intenciones en cada centímetro de su sucia arquitectura, en cada mota de polvo (que se contaban a millares y también apestaban), en cada póster viejo de mujeres ligeras de ropa que seguramente ya estarían muertas, y en cada tabla del suelo chirriante. Era, como decía Stephen, un sótano con encanto, un clásico, casi una institución.

Molly, por supuesto, tenía otros muchos adjetivos con los que describir aquel lugar, y ninguno era agradable. Empezaba, en su cabeza, con una llamadita al Ministerio de Sanidad para que limpiara a fondo aquel sitio, empezando por su dueño, que parecía creer que el aspecto mugriento no solo debía ser cosa del lugar, también debía extenderse a su propietario.

Y Colm… Bueno. Colm se limitaba a esperar pacientemente detrás de la silla de Molly, esforzándose en parecer todo lo estoico y regio que podía, que era lo que mejor se le daba.

-¿Tu perro faldero no piensa abrir la boca durante toda la reunión?

Molly frunció el ceño de una manera que podría haber partido en dos la corteza continental de la Tierra.

-No es mi perro faldero.

-Ya veo que no has negado lo de que no piensa decir palabra, esta será una noche muy larga.- masculló Stephen.

Los miró a sus anchas, sin hacer cola, sin pedir entrada. Molly y Colm eran… decepcionantes. Sí, esa era la palabra correcta, el sentimiento acertado. Decepción. Oscura, líquida y desesperante decepción. La palabra decepción tenía un regusto amargo que hacía pensar en el padre de uno negando muy lentamente con la cabeza, en Mufasa diciendo: “Simba, me has decepcionado”. Y aquello dolía más que una herida.

Daban ganas de echarse llorar.

Había escuchado tantas cosas de ellos, tantas cosas imposibles que, por fuerza, por su retorcido sentido de la lógica, solo podían ser verdad. Por los bajos fondos se decía que habían colaborado con el Gobierno para detener a aquel fanático del orden que se empeñaba en decir que todo estaba mal, que la vida debía clasificarse por colores y formas: los guapos con los guapos, los feos con los feos, los del montón… los del montón siempre habían sido unos incomprendidos. Pero no solo eso, también estaba aquel asuntillo que solo podía decirse entre susurros porque cualquier otro tono de voz habría provocado mucha sangre. Mucho miedo. Demasiados malos recuerdos. Lo habría encharcado todo de lágrimas.

Los esclavos
Dicho siempre con boca pequeñita, casi diminuta, casi sin dejar salir la palabra.

Stephen había escuchado, gracias a su aspecto básicamente inofensivo y a una sonrisa canallesca que esperaba heredaran sus hijos o cualquier descendiente suyo, que el mismísimo Colm, la sombra de Molly la Miedosa, había sido uno de ellos. Un esclavo. Uno de los sucios secretitos del Gobierno.
Y, por desgracia, parecían de lo más vulgares. Ni una cicatriz a la vista, ni la excusa de un ojo morado. Nada. Observó cómo Colm se enredaba un mechón rubio del cabello de Molly en el dedo y cómo ella se recostaba en la silla, facilitándole el acceso y dándole poder sobre su capilaridad.

Hizo esfuerzos por no vomitar.

-Bien, chicos, como ya estamos todos y no quiero que nos desmelenemos más de lo que ya lo hemos hecho... Negociemos.

Hablemos de miedo.



 Para saber más de Molly y Colm tenemos que
teletransportarnos aquí.

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