domingo, 27 de marzo de 2016

Y con todos ustedes, Dolor

-Llegó un momento en el que no pude más, no podía sentir, almacenar, más miedo. Eran tantos, dolían tanto, que me daba miedo hasta abrir la boca por si se escapaba alguno, porque el miedo siempre encuentra una rendija. Siempre.

Steve se pasó las manos por la cara, se frotó los ojos hasta que vio puntitos negros jugueteando con el polvo de su sótano. No quería ni imaginar lo que tenía que ser aquello, no saber si el miedo que sentías como si te perteneciera, era tuyo o de alguien más. Heridas tuyas o ajenas. Ahogarte en ellos y no encontrar la salida de emergencias. Solo miedo. Un miedo atroz e interminable.

-Él me encontró en ese punto, no sé si me había estado vigilando o alguien que trabajara para él me tenía fichada. La cuestión es que llegó en el momento perfecto.

Mientras lo rememoraba y dejaba que las palabras cayeran limpias de sus labios, Molly se volvió a ver allí, en aquel suelo frío y sucio de una ciudad con el corazón de piedra y los huesos de asfalto roto. La mano sobre su hombro, la voz seca, sus ojos ciegos a todo lo que no fueran los miedos que bullían dentro de ella.

-Suéltalo, chica, o te matará.

Hasta que encontró su voz.

-No puedo, no puedo… la gente.

-No hay nadie, aquí solo estoy yo, me he encargado personalmente.

Sacudió la cabeza, olió azufre.

-Si lo suelto podría matarte, te daría… te daría un ataque al corazón. Ya-ya pasó una vez. Pero tengo tanto… miedo.

-¿Hasta cuándo, chica?

La Molly del pasado, hecha un ovillo de articulaciones retorcidas y sangre que aullaba, mordió las siguientes palabras con una rabia nacida del temblor:

-Hasta que te duela. Hasta que te retuerzas en el suelo de dolor y no sepas dónde empieza el miedo y dónde acabas tú. Hasta que se te rompan los huesos.

El hombre soltó una carcajada que se alimentaba a sí misma, haciéndose cada vez más estridente, más desquiciada. Cuando al fin una tos interrumpió violentamente la risotada, dijo:

-Te diré algo, chica, yo soy Dolor.

Al sentir el terrible peso de aquel nombre, dolor, Molly perdió amarre. Embistió la mano desnuda contra la cara de aquel desconocido que reía como si tuviera la boca llena de brasas, y le acunó el rostro, pidiéndole perdón con los dedos. Y lo soltó todo, miedos pequeños y grandes, diminutos e inmensos como el mundo, terrores nocturnos y el pavor del sol. Todo. Dejó que salieran de su cuerpo a través de su mano a borbotones, despeñándose, sin límites de velocidad, sin cinturón de seguridad. El miedo más puro, sin adulterar. Hasta que se quedó vacía y el hombre cayó a su lado, entre sacudidas y vómitos.

No podía preocuparse por él en esos momentos, el maravilloso vacío que la llenaba, aquel silencio, la quietud, no se lo permitían. Si alguien le hubiera preguntado, habría jurado por todas las religiones en las que no creía que no pasaba nada, que ya no era nada. Salvo Molly. Sólo Molly. Toda ella, Molly. En carne viva.

Con un ligero parpadeo enfocó la vista y por unos segundos se sorprendió al descubrir que al contar sus recuerdos la tierra no se había movido, los edificios no se habían caído sobre una anciana con andador que cruzaba, tan tranquila, un paso de cebra cualquiera, de una ciudad cualquiera, de un mundo que no era, ni mucho menos, un cualquiera. Y el sótano de Steve seguía apestando a cerveza rancia y a sudor, igual que antes de romper a hablar.

Tras meditarlo un momento, dejó que su mano tanteara el aire hasta encontrar a Colm, y se maravilló como el primer día que intentó darle una bofetada al descubrir que de él no huía ningún miedo hasta emigrar a sus costillas, hasta anidar en sus entrañas. Sólo una mano fuerte, cálida y dura, a la que tal vez le hiciera falta un poco de crema hidratante. Se la llevó a su mejilla porque había decidido hacía muchos años que aquella era su patria, se llevó la mano de Colm a la mejilla como un regalo. Su puerto seguro. Su Ítaca. Le dio un beso tan fugaz como una estrella.

Colm la miró desde la almenara de su altura, con aquellos ojos de mar triste que le secuestraban el aliento y no prometían rescate. Sin dejar prisioneros.

-Eres muy valiente, listilla.

-Lo soy, ¿verdad?

No hay comentarios:

Publicar un comentario