-Llegó
un momento en el que no pude más, no podía sentir, almacenar, más miedo. Eran
tantos, dolían tanto, que me daba miedo hasta abrir la boca por si se escapaba
alguno, porque el miedo siempre encuentra una rendija. Siempre.
Steve
se pasó las manos por la cara, se frotó los ojos hasta que vio puntitos negros
jugueteando con el polvo de su sótano. No quería ni imaginar lo que tenía que
ser aquello, no saber si el miedo que sentías como si te perteneciera, era tuyo
o de alguien más. Heridas tuyas o ajenas. Ahogarte en ellos y no encontrar la
salida de emergencias. Solo miedo. Un miedo atroz e interminable.
-Él
me encontró en ese punto, no sé si me había estado vigilando o alguien que
trabajara para él me tenía fichada. La cuestión es que llegó en el momento
perfecto.
Mientras
lo rememoraba y dejaba que las palabras cayeran limpias de sus labios, Molly se
volvió a ver allí, en aquel suelo frío y sucio de una ciudad con el corazón de
piedra y los huesos de asfalto roto. La mano sobre su hombro, la voz seca, sus
ojos ciegos a todo lo que no fueran los miedos que bullían dentro de ella.
-Suéltalo,
chica, o te matará.
Hasta
que encontró su voz.
-No
puedo, no puedo… la gente.
-No
hay nadie, aquí solo estoy yo, me he encargado personalmente.
Sacudió
la cabeza, olió azufre.
-Si
lo suelto podría matarte, te daría… te daría un ataque al corazón. Ya-ya pasó
una vez. Pero tengo tanto… miedo.
-¿Hasta
cuándo, chica?
La
Molly del pasado, hecha un ovillo de articulaciones retorcidas y sangre que
aullaba, mordió las siguientes palabras con una rabia nacida del temblor:
-Hasta
que te duela. Hasta que te retuerzas en el suelo de dolor y no sepas dónde empieza
el miedo y dónde acabas tú. Hasta que se te rompan los huesos.
El
hombre soltó una carcajada que se alimentaba a sí misma, haciéndose cada vez
más estridente, más desquiciada. Cuando al fin una tos interrumpió
violentamente la risotada, dijo:
-Te
diré algo, chica, yo soy Dolor.
Al
sentir el terrible peso de aquel nombre, dolor,
Molly perdió amarre. Embistió la mano desnuda contra la cara de aquel
desconocido que reía como si tuviera la boca llena de brasas, y le acunó el
rostro, pidiéndole perdón con los dedos. Y lo soltó todo, miedos pequeños y
grandes, diminutos e inmensos como el mundo, terrores nocturnos y el pavor del
sol. Todo. Dejó que salieran de su cuerpo a través de su mano a borbotones, despeñándose,
sin límites de velocidad, sin cinturón de seguridad. El miedo más puro, sin
adulterar. Hasta que se quedó vacía y el hombre cayó a su lado, entre sacudidas
y vómitos.
No
podía preocuparse por él en esos momentos, el maravilloso vacío que la llenaba,
aquel silencio, la quietud, no se lo permitían. Si alguien le hubiera
preguntado, habría jurado por todas las religiones en las que no creía que no
pasaba nada, que ya no era nada. Salvo Molly. Sólo Molly. Toda ella, Molly. En
carne viva.
Con
un ligero parpadeo enfocó la vista y por unos segundos se sorprendió al
descubrir que al contar sus recuerdos la tierra no se había movido, los
edificios no se habían caído sobre una anciana con andador que cruzaba, tan
tranquila, un paso de cebra cualquiera, de una ciudad cualquiera, de un mundo
que no era, ni mucho menos, un cualquiera. Y el sótano de Steve seguía
apestando a cerveza rancia y a sudor, igual que antes de romper a hablar.
Tras
meditarlo un momento, dejó que su mano tanteara el aire hasta encontrar a Colm,
y se maravilló como el primer día que intentó darle una bofetada al descubrir
que de él no huía ningún miedo hasta emigrar a sus costillas, hasta anidar en
sus entrañas. Sólo una mano fuerte, cálida y dura, a la que tal vez le hiciera
falta un poco de crema hidratante. Se la llevó a su mejilla porque había
decidido hacía muchos años que aquella era su patria, se llevó la mano de Colm
a la mejilla como un regalo. Su puerto seguro. Su Ítaca. Le dio un beso tan
fugaz como una estrella.
Colm
la miró desde la almenara de su altura, con aquellos ojos de mar triste que le
secuestraban el aliento y no prometían rescate. Sin dejar prisioneros.
-Eres
muy valiente, listilla.
-Lo
soy, ¿verdad?
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